En ámbitos académicos y políticos de numerosos países ya se está discutiendo cómo será el mundo después del coronavirus. Y uno de los temas que suelen mencionarse es el posible aumento de la desigualdad dentro de los países debido, entre otros motivos, a la pérdida de trabajos poco calificados como consecuencia del menor crecimiento económico y de la aparición de nuevas tecnologías. Existe, sin embargo, otro tema igualmente preocupante: la desigualdad que puede producirse entre los países y, particularmente, entre América Latina y el resto del mundo.
Antes de que apareciera la pandemia, las economía latinoamericanas ya venían sufriendo bajas tasas de crecimiento. Y tanto los gobiernos de izquierda (como el de Andrés Manuel López Obrador en México) como los de derecha (como el de Jair Bolsonaro en Brasil) no lograban revertir esta falta de dinamismo. Ahora a estos problemas debemos sumarles aquellos generados por las medidas que se adoptaron para detener el coronavirus.
Las estimaciones del Fondo Monetario Internacional (FMI) señalan que en el 2020 América Latina será la región en desarrollo más castigada. En parte como consecuencia de la falta de recursos para implementar políticas anticíclicas, economías como las de Argentina, México y Brasil caerán aproximadamente un 10%. Muchas empresas quebrarán y otras tendrán que incementar fuertemente sus pasivos. En definitiva, caerá la productividad del sector privado, se perderán miles empleos y, como sociedad, pasaremos a ser más pobres.
Más allá de las consecuencias del coronavirus, América Latina también enfrenta otros desafíos a mediano plazo. Por ejemplo, los gobernantes de Estados Unidos, Francia y Japón han anunciado la implementación de políticas comerciales más restrictivas, políticas que buscarán que las industrias con valor estratégico vuelvan a sus países. Este proceso perjudicará a las economías que forman parte de las cadenas globales de producción y que, al incrementar sus exportaciones, se habían beneficiado enormemente en las últimas décadas. Pero un mayor grado de proteccionismo también nos cerrará a los latinoamericanos una posible vía de desarrollo.
Por otra parte, este año los niños y estudiantes universitarios latinoamericanos perderán más días de clase que los de otros países en desarrollo. Nuestras instituciones educativas tampoco cuentan con las herramientas tecnológicas que utilizan los países más ricos para paliar la actual crisis. Esto significa que perderemos capital humano, incrementando así la desigualdad que existe entre nuestras naciones y gran parte del mundo.
El menor crecimiento económico latinoamericano comienza a verse reflejado en el plano político. A partir del próximo año, ninguna nación sudamericana formará parte del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas mientras que, por primera vez en la historia, Estados Unidos propuso a un estadounidense para ocupar la presidencia del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Es muy probable entonces que los latinoamericanos dejen de presidir el principal organismo de crédito a nivel regional. Finalmente, el director general de la Organización Mundial de Comercio (OMC), el brasilero Roberto Azevedo, renunció recientemente a su cargo. Para concluir, nuestra influencia en los organismos internacionales ha disminuido de manera considerable.
Todo esto se da en el marco de una competencia estratégica entre China y Estados Unidos, competencia que en algún momento, si es que ya no lo hizo, podría trasladarse a nuestra región. En un reciente diálogo organizado por el Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI), Francis Fukuyama me dijo que los países latinoamericanos deberían evitar que las potencias se interesen estratégicamente en nuestra región, para lo cual tendrían, de ser posible, lo mejor sería pasar desapercibido.
Pero si esto no ocurre, los Estados latinoamericanos probablemente tendrán que elegir entre una de las dos potencias. Esto no sólo tendría un costo a nivel doméstico (mientras que nuestras economías, especialmente en el caso de los países del cono sur, tienden a ser compatibles con la de China existen consideraciones de tipo político que nos acercan a Estados Unidos) sino que podría llevar a que se produzcan disputas entre los aliados de Washington y Beijing. De ser así, la conflictividad entre Estados volvería a la región luego de que esta fuese reducida fuertemente a comienzos de los 1980 gracias, en parte, a la alianza estratégica alcanzada entre la Argentina y Brasil.
¿Qué debemos hacer? En primer lugar coordinar nuestra política exterior para que el conflicto entre las potencias no se traslade a América Latina. En este sentido, el fortalecimiento de la relación entre los gobiernos de la Argentina y Brasil, más allá de consideraciones de tipo personal o ideológicas, debería ser una política de Estado. Por otra parte, la mejor manera de incrementar la calidad de vida de nuestros ciudadanos consiste en crecer económicamente, que es condición necesaria, pero no suficiente, para alcanzar el desarrollo social. Esta mayor riqueza será acompañada por un incremento de nuestra influencia política a nivel global.