Las grandes crisis han sido siempre, históricamente, momentos de cambio radical. Algunos creen que tras el coronavirus se abrirá la oportunidad de reorganizar una sociedad mejor; otros argumentan cómo, al contrario, la injusticia prevalecerá
Desde su aparición a fines de diciembre de 2019 en Wuhan, China, el nuevo coronavirus transformó —literalmente— la faz de la Tierra. En casi 100 días el COVID-19 hizo una labor de años: impuso el trabajo a distancia, cerró las escuelas, causó millones de desempleados y el cierre de buena parte de los comercios, terminó con las reuniones de gente (lo que equivale a decir que eliminó conciertos, obras de teatro, grand slams y juegos olímpicos, pero también cumpleaños, casamientos y funerales), vació las calles de las grandes ciudades, generó los planes de rescate de la economía más enormes de la historia, devolvió sentido a la información de calidad sobre los supuestos de las redes sociales, dejó a miles de millones en cuarentena (incluidas víctimas de violencia familiar encerradas con sus victimarios), impuso la distancia social, cambió los rituales de higiene, eliminó el apretón de manos, creó los documentos de inmunidad para certificar quién puede volver a interactuar en el mundo…
…»en algunos lugares —siguió la enumeración un profundo análisis de The Guardian—, los propietarios no cobrarán la renta ni los bancos las cuotas hipotecarias, y las personas sin techo podrían quedarse gratuitamente en hoteles; se pondrán en marcha experimentos para la provisión de ingresos básicos directamente desde el estado».
La magnitud y la velocidad de los cambios evocan menos el ritmo de las transformaciones en democracia que apenas un puñado de antecedentes: “La epidemia global de gripe de 1918 ayudó a crear los servicios nacionales de salud en varios países europeos. Las crisis gemelas de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial sentaron las bases para el moderno estado de bienestar”, comparó Peter Baker en su extenso artículo. Pero también los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001, que causaron tanto guerras y ocupaciones como el permiso para suspender la privacidad, o la crisis de 2008, que dejó huellas económicas y sociales todavía perceptibles.
“Debido a que las crisis moldean la historia, cientos de pensadores han dedicado sus vidas a estudiar cómo se desarrollan. Esta tarea —que podríamos llamar ‘estudios de crisis’— muestran cómo, cuando las crisis llegan a una comunidad determinada, la realidad fundamental de esa comunidad queda al descubierto. Quién tiene más y quién tiene menos. Dónde está el poder. Qué valora la gente y a qué le teme”.
Pero además de revelar los huesos que quedan bajo el tejido roto de la normalidad, se vislumbran las formas posibles de aquello que lo reemplazará. “Algunos pensadores que estudian los desastres se centran más en todo lo que puede salir mal. Otros son más optimistas y enmarcan las crisis no sólo en términos de lo que se pierde sino también de lo que se podría ganar”.
Perspectivas pesimistas
Mike Davis, un historiador estadounidense que escribió sobre la gripe aviar en 2005, las pandemias son un ejemplo perfecto de la clase de crisis a las que el capitalismo global es particularmente vulnerable, debido al movimiento constante de personas y mercancías por un territorio que parece único pero que, en realidad, está fragmentado. Así, aunque el coronavirus es una misma batalla en todas partes, “podría haber mucha demonización y pedidos de aislamiento”, dijo Davis al periódico británico. “Lo cual implicará más muertes y más sufrimiento a escala mundial”.
La xenofobia no se hizo esperar: “Funcionarios republicanos, think tanks y medios de comunicación ha dicho o dejado implícito que el COVID-19 es un arma biológica china de factura humana. A su vez, funcionarios chinos han impulsado la teoría conspirativa de que el brote llegó a China llevado por soldados estadounidenses”, citó Baker. Quizá el ejemplo más claro haya sido el primer ministro húngaro Viktor Orbán: “Estamos librando una guerra en dos frentes: un frente se llama inmigración y el otro es el coronavirus. Existe una conexión lógica entre ambos».
En el vértigo de la crisis, algunos cambios se plantean como transitorios, por la necesidad del momento. Pero se quedan para siempre, sin que en la coyuntura se pueda comprender las implicaciones que podrían tener en otros contextos. “La académica Shoshana Zuboff, autora de La era del capitalismo de la vigilancia, me recordó que antes del 11 de septiembre [de 2001] el gobierno de los Estados Unidos había estado en el proceso de desarrollar regulaciones serias para darle a los usuarios de internet una verdadera elección sobre cómo se usaba y cómo no se usaba su información personal”. Y todo cambió en cuestión de días.
Con consecuencias hasta hoy: “Para los gobiernos que buscan monitorear a sus ciudadanos cada vez más y para las empresas que se quieren enriquecer haciendo lo mismo, sería difícil imaginar una crisis más perfecta que una pandemia global”, siguió Baker. “Hoy en China hay drones que buscan personas sin barbijos; cuando las encuentran, los altavoces de los drones emiten las amonestaciones de la policía”. Alemania, Austria, Italia y Bélgica utilizan datos de las empresas de telecomunicaciones —»anonimizados, por ahora», apuntó el autor— para rastrear el movimiento de las personas. “En Israel, la agencia de seguridad nacional tiene permiso para acceder al registro telefónico de las personas infectadas. Corea del Sur envía mensajes de textos al público para identificar a individuos potencialmente infectados y compartir información sobre dónde han estado”.
Vasuki Shastry, investigador Chatham House que se especializa en la relación mutua entre tecnología y democracia, analizó: “Para la gente es muy difícil recordar el derecho a la privacidad cuando tratan de sobrellevar algo como una pandemia. Y una vez que el sistema se impone a gran escala, puede ser muy difícil volverlo atrás. Y entonces, quizá, sirve para otras cosas”.
Tanto en Israel como en Hungría los primeros ministros tienen hoy la capacidad de gobernar por decreto, sin que interfieran los legisladores o los jueces. En el Reino Unido, la policía y los agentes de inmigración tienen la autoridad, durante los próximos dos años, de detener a los sospechosos de ser portadores del coronavirus, para que se les haga el análisis. “Estos poderes se habilitan y suenan razonables en el momento, y luego rápidamente se emplean con otros fines que nada tienen que ver con la democracia o la seguridad pública”, observó Kevin Blowe, de Netpol, un grupo británico sobre el derecho a la protesta.
Perspectivas optimistas
Otra escuela de pensamiento ve en las crisis “destellos de posibilidades”, continuó Baker. Para los que se identifican con esas ideas, el COVID-19 podría abrir las puertas a políticas más progresistas. Rebecca Solnit, una de las principales analistas de las crisis y sus consecuencias, parece creerlo: “Hay espacio para un cambio que antes no existía. Es una apertura”. Y Pankaj Mishra escribió: “Ha sido necesario un desastre para que el estado asuma su responsabilidad original de proteger a los ciudadanos”.
Si antes se consideraba que la intervención estatal, o un estado grande, eran inviables, ahora se insinúa que el mercado solo también lo es. “Desde esta perspectiva, hoy la tarea no es luchar contra el virus para volver a lo mismo de siempre, porque lo mismo de siempre ya fue un desastre. En cambio, el objetivo es combatir el virus y, al hacerlo, transformar lo mismo de siempre en algo más humano y seguro”, sintetizó Baker.
En su libro Un paraíso hecho en el infierno, Solnit utilizó ejemplos de desastres como el terremoto en la ciudad de México de 1985, los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 y el huracán Katrina para argumentar que en las emergencias no sólo lo malo se revela como aun peor ni la gente se vuelve solamente suspicaz y egoísta: los desastres también abrieron las reservas humanas de improvisación, solidaridad y decisión, incluso en medio del dolor y la pérdida.
“El libro no fue un llamado a celebrar el desastre sino a prestar atención a las posibilidades que podría contener y al modo en que nos podría sacar de encima viejas costumbres», recordó Baker. «En el relato de Solnit, las respuestas ‘oficiales’ a los desastres mostraban una tendencia a confundir el cuadro al tratar a las personas como parte del problema a gestionar, no como una parte invaluable de la solución”.
La crisis del COVID-19, en comparación con la del 2008, que hasta era difícil de entender por la complicada ingeniería financiera de los créditos que la causaron, es transparente. “Es una docena de crisis enredadas en una sola, y todas se desarrollan a la vez y de maneras que no se pueden pasar por alto. Los políticos se están infectando. Las celebridades ricas se están infectando. Los amigos y los parientes se están infectando”.
Si bien las diferencias económicas y sociales persisten, esta vez la catástrofe se parece bastante a estar todos en el mismo barco, observó The Guardian: “Los optimistas creen que hay esperanza de que podamos empezar a ver el mundo de otra manera. Acaso podamos concebir nuestros problemas como algo compartido y la sociedad como algo más que una masa de individuos que compiten entre sí por la riqueza y el estatus”.
¿Y el cambio climático?
Hasta poco antes de la irrupción del coronavirus la conversación global más importante era sobre el cambio climático. Y es posible que, tras la crisis del COVID-19, vuelva al centro del escenario, pero de otra manera.
Las dos cuestiones tienen “similitudes sugestivas”, destacó Baker. “Ambas requerirán niveles inusuales de cooperación global. Ambas demandarán cambios en la conducta de hoy para reducir el sufrimiento de mañana. Hace mucho ya que los científicos anticiparon con gran certeza ambos problemas, mientras que los gobernantes no podían ver más allá de las estadísticas de crecimiento del trimestre fiscal siguiente. En consecuencia, ambos requerirán que los gobiernos tomen medidas drásticas y eliminen la lógica del mercado en ciertos ámbitos de la actividad humana”.
“Hace años que intentamos pasar a la gente de una actitud normal a una actitud de emergencia», dijo Margaret Klein Salamon, directora de Movilización por el Clima. “Lo que se considera políticamente posible es básicamente distinto cuando mucha gente entra en ‘modo de emergencia’, cuando aceptan que hay peligro y que, para estar seguros, tenemos que hacer todo lo que podamos. Ha sido interesante ver esa teoría validada por la respuesta al coronavirus. Ahora el desafío es mantener activado el ‘modo de emergencia’ con respecto el clima, cuyos peligros son de magnitud mayor».
Si bien la analogía entre las dos situaciones no llega mucho más allá —»la mayoría de la gente no siente que ellos o sus seres queridos podrían morir por la crisis climática este mes», recordó crudamente Baker— es posible que la experiencia del COVID-19 “nos ayude a comprender el cambio climático de otra manera”. Una de las noticias que se repitieron es el impacto del paro productivo en el medioambiente: la contaminación cayó enormemente.